La
discapacidad y la literatura han tenido a lo largo de los últimos años algunos
nexos de unión. Entre otros, la literatura (a veces literatura y a veces
sencillamente libros) creada para sensibilizar a la sociedad en términos de
integración, igualdad de oportunidades, atención a la diversidad, accesibilidad,
etc.
La literatura
infantil tiene muy buenos ejemplos que incluyen personas diferentes,
especiales, creados para favorecer el conocimiento y sensibilización en torno a
la diversidad. Me vienen a la cabeza “El cazo de Lorenzo” o “Por cuatro
esquinitas de nada”. Independientemente de estos ejemplos, ¿qué buena historia
no cuenta con un protagonista especial y distinto a la norma?
Aparte de
esto, existen múltiples iniciativas por parte de Asociaciones de diferentes
colectivos de personas con discapacidad, enfermedades concretas o Necesidades
Específicas de Apoyo Educativo que han favorecido la publicación de material
didáctico en torno al tema, material que ha incluido muchas veces “cuentos” con
mayor o menor calidad literaria cuyos protagonistas son niños y niñas con discapacidad.
Pero no era
de esto de lo que quería hablar, sino de la experiencia de contar cuentos,
narrar de viva voz historias a público con discapacidad. A priori no debe
distar mucho de contar a público sin discapacidad, atendiendo a la lógica de
que todos somos diferentes y allá cada cual con sus particularidades. Sin embargo,
hay cuestiones concretas que he ido aprendiendo con el contacto con la
discapacidad y situaciones que me han fascinado y me han desazonado.
Uno de los
casos es contar a público que incluye personas sordas que conocen la Lengua de
Signos acompañada de un intérprete de Lengua de Signos. Es una de las
experiencias más hermosas que he vivido. Como narradora, la única cuestión a
tener en cuenta es comentar al intérprete antes de contar de qué va la historia
(mucho mejor contársela con antelación o incluso dársela por escrito) para que
domine el vocabulario específico o los conceptos que pueda tener el cuento.
También es importante tener presente el ritmo a la hora de contar (ir demasiado
rápido puede dificultar su labor), así como conocer un poco la realidad de su
trabajo para no cometer algunos errores comunes. He visto actores o narradores
que se dirigían a ellos pretendiendo incluirles en la sesión o que entablaban
una conversación en directo con ellos, mientras estaban trabajando. Tenemos que
saber que cuando interpretan, interpretan todo, ¡incluido lo que les digas para
que ellos respondan!
Contar a
público oyente cuentos con una intérprete también ha sido una bonita
experiencia. Recuerdo una concretamente en la que conté con un álbum y una
intérprete, y al álbum nadie lo miraba, porque los dibujos que hacía en el aire
y la expresividad de la intérprete cubrían toda la cuota de atención visual del
público. Aquel día entendí que contar con libro y con intérprete no era una
mezcla muy productiva, especialmente si hay público sordo: si atienden
visualmente a la intérprete, no pueden atender también al libro.
Otro de los
casos es contar en las sesiones escolares con niños y niñas (o jóvenes) con
diferentes tipos de discapacidad que forman parte del aula enclave y se
integran en esa actividad. En este caso me parece esencial saber con antelación
con qué tipo de discapacidad cuentan y sus características generales básicas.
Me ha pasado que he hecho sesiones con álbum ilustrado y al finalizar me han
dicho que tenía entre el público a tres niños con un grave déficit visual (si
lo hubiera sabido habría evitado el apoyo visual), o dos o tres niños sordos
sin intérprete (por lo tanto no detectables) que leen los labios y por los que
es preciso colocarse enfrente, no moverse en exceso, no hablar muy rápido, limitar
los estímulos visuales para que no tengan que atender a varias cosas a la vez…
Un ejemplo
importante por el que comprendí que era necesario conocer con antelación si
contaba con alumnos con discapacidad fue en una sesión escolar con un grupo de
nueve años donde, en mitad de un cuento, una niña muy alta de repente se puso
de pie, comenzó a emitir un sonido monótono, se salió del grupo y se puso a
caminar por el aula con movimientos repetitivos en los brazos similares a un
aleteo. Me sorprendió la naturalidad con la que el resto del grupo, incluidos
los profesores, reaccionaban (como si no pasara nada), así que mi cerebro actuó
rápido, siguió contando y otro pedazo del cerebro entendió que sería una alumna
con autismo, lo cual luego verifiqué con la profesora. Me hubiera gustado
saberlo; no creo que hubiera reaccionado de un modo diferente, porque seguí
contando con normalidad, pero no habría tenido el cerebro dividido tratando de
comprender la situación porque ya habría estado preparada.
Otro tipo de caso
suele ser contar específicamente a aulas enclave, a centros específicos para
personas con discapacidad, talleres ocupacionales, etc. Estos casos son diferentes,
más que nada porque toda la diversidad unida es mucha diversidad. Es… la
diferencia dentro de la diferencia.
La parálisis
cerebral, que cursa normalmente con deterioro no solo motriz sino también
cognitivo, del comportamiento… es la más desconcertante de las discapacidades cuando
acudes a un grupo que no conoces. Hay personas con parálisis que escuchan y
entienden perfectamente aunque físicamente no puedan demostrarlo por ausencia
de movimiento y expresión facial, otros que cuentan con discapacidad
intelectual derivada de dicha parálisis y que pueden tener un nivel de
comprensión similar al de un niño, y otros que cuentan con movimientos atetoides
(incontrolados), emiten sonidos prolongados, gritan… los diferentes casos son
infinitos e imposibles de abarcar aquí tanto por conocimiento como por extensión.
La cuestión es que la imposibilidad de conocer con antelación las
características que los monitores sí conocen, pueden provocar cierto desasosiego,
en mi caso porque he vivido casos diferentes que han afectado al desarrollo de
la sesión de un modo importante. En este tipo de situaciones, la forma de
proceder de los monitores o responsables es definitiva y puede ayudar
muchísimo. Si ellos conocen sus características, sus posibles formas de
reaccionar, pueden decidir dónde es mejor ubicar a la persona. Un ejemplo: si tenemos
a un chico que suele gritar prolongadamente, o que suele dar palmas o patadas cada
cierto tiempo… o cualquier tipo de característica que afecte a la buena escucha
por parte del resto de público, su ayuda puede facilitar que ese tipo de
acciones se reduzcan mínimamente. Si estas cuestiones las conoces con
antelación y sabes cómo va a reaccionar, puedes comentar al posibilidad de no
situar a dicho chico en la primera fila, por ejemplo, o justo en el centro del
grupo. Todos tienen derecho a participar en la actividad, claro, pero es cierto
que en ocasiones el “beneficio” de un solo alumno va en detrimento del de todos
los demás. Pongamos por caso que una chica comience a emitir un sonido en voz
muy alta durante mucho rato, y cada cierto tiempo lo repita, cada vez más
prolongadamente. Los demás no pueden escuchar, tú tienes que contar por encima
de su grito para que escuchen y los responsables no hacen nada “porque ya
conocemos a esta chica”, “es así” y sobre todo porque “tiene derecho a estar
allí” como todos los demás. Por supuesto que tiene derecho, el mismo que todos
los demás tienen de escuchar y yo de trabajar. Y me surge esa duda de que si en
un aula con alumnos sin discapacidad no permitiríamos esta actitud, ¿qué hacer
en este caso? ¿paras de contar hasta que se calme? ¿y si no se calma? ¿les dices algo a los monitores? ¿qué les dices, cómo comentarlo con tacto? ¿qué hacer si ellos no hacen nada? De ahí la importancia de la comunicación y el apoyo de los profesionales que allí
trabajen.
Por otro lado
encontramos la cuestión de que al acudir a una sesión en un taller ocupacional
o centro específico, el público es adulto pero el contar con discapacidad
intelectual hace que su recepción sea similar a la de un niño en la mayoría de
los casos. Sin embargo, no son niños. Son personas adultas. Esto dificulta a veces
la selección de repertorio. Cuando tengo que pensar qué contar no me complico
mucho: atiendo a repertorio del que cuento a todos los públicos, especialmente
cuentos populares o álbumes que contengan ese tipo de historias. Siempre, preferiblemente, bajo tono poético, bajo nivel de abstracción, historias accesibles con estructura sencilla y mucha acción y poca descripción.
Las dificultades
son, normalmente, muy pocas. Las que uno se encuentra se convierten en un reto y
un verdadero aprendizaje, pero la mayor parte de las veces, contar a este tipo
de público es una fiesta. Son el público más motivado y marchoso con el que me
he encontrado. Nunca los niños pequeños me han recibido con tanto entusiasmo. La
bienvenida es una celebración; las historias, el principio de una maravilla;
las canciones, la posibilidad de hacer un concierto improvisado. Se levantan,
bailan, chocan las manos entre sí, se comentan partes de la historia durante el
discurso de la misma… la espontaneidad es la norma, y si alguno no deja
escuchar por sus características, ellos mismos, que se conocen, se controlan,
se ordenan silencio, etc. Para mí el sentido del humor es básico, así como el
desparpajo y la naturalidad. Funciona de maravilla que te noten relajada y
contenta junto a ellos, que te hagas parte de su día.
La despedida
suele contar con muchos regalos: marcharse incluye escuchar “¿cuándo vuelves?”,
“¡guapa, guapísima!”, algún secreto compartido de alguna de las chicas,
fragmentos de su vida personal, abrazos por doquier, sonrisas a mansalva y, en
ocasiones, para rematar, algún detalle hecho por ellos. Después, la sonrisa
cómplice de las profesionales que pasan con ellos todo el día, y muy buenos
deseos.
A veces
sucede eso, que se vive una sesión muy dura y uno se ha visto con dificultades
de esas que te toman todo el camino de vuelta y el resto de la semana dando
vueltas a la cabeza. Pero por lo general sale uno con el
espíritu envidiable de quien se siente repleto de cosas buenas, del intercambio
de maravillas que sucede si uno se deja.
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