No recuerdo si la cometa era un dragón verde de papel pinocho, o una caja de tres colores, cada uno dedicado a un espíritu bueno, o la sonrisa de un niño, una sonrisa amplia, de oreja a oreja, y aún más.
Un niño y su cometa en el viento.
El viento se sentía feliz y el niño también lo era, lo era tanto que sintió la necesidad de compartirlo con alguien, por ejemplo, con su padre.
El niño, como casi todos los niños, pensaba que su padre era lo más importante del mundo, más que el viento, la cometa o un gran plato de arroz con la flor de la miel.
Pero el padre, como muchos padres, era más amigo de dormir la siesta o de tomar el té con los amigos que de perder el tiempo con cosas de niños.
El niño invitó a su padre a jugar con la cometa, a reír con el viento.
El padre, como casi todos los padres, respondió:
- Tengo cosas más serias que hacer. Déjame dormir tranquilo, ¿quieres?
El niño se puso triste y el viento se enfadó.
Sí, el viento se enfadó y como era amigo de todos los espíritus de la antigua China fue a pedirles ayuda.
Y habló con el espíritu del tiempo que es largo y llega desde el principio hasta el fin de casi todas las cosas.
Y el espíritu del tiempo consultó con el espíritu del sueño, que es redondo, se repliega sobre sí y runrunea.
El viento, el sueño y el tiempo tomaron una decisión y el padre se quedó dormido un día y otro, una semana, un mes y otro mes, un año y otro año y otro año...
La cometa del niño se fue haciendo pedazos.
El niño creció, fue hombre, tuvo hijos y les hizo cometas que también se hicieron pedazos.
Y mientras, el padre dormía.
Cuando el tiempo, el viento y el sueño decidieron que era suficiente, mandaron un enorme moscardón de bambú, de tres colores y muy ruidoso, a que se posase sobre la nariz del padre.
Y el padre se despertó para encontrarse cara a cara con aquel anciano tan triste.
- ¿Quién eres tú? -preguntó el padre-. ¿Qué haces en mi casa?
- Soy un anciano al que dejaste sin recuerdos y sólo por dormir la siesta.
- No sé qué quieres y no te conozco.
- Me conoces. Soy tu hijo. Crecí sin jugar contigo. Tuve hijos sin que jugaras con ellos.
Y el anciano, tomando entre sus manos las manos del padre, le preguntó con todo el cariño que aún no había recibido:
- ¿Has dormido bien, papá?
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