viernes, 6 de abril de 2012

¡Delincuente!

Desde niña he sido partidaria de leer con lápiz. Leer y subrayar frases que me gustaran, versos que me llamaran la atención o apuntar qué se me había ocurrido leyendo tal o cual párrafo. También he sido siempre de las que doblan las páginas del libro por no tener un marcador a mano (pese a tener cajas llenas), o de las que lo hacen para volver a esa página porque allí hay algo realmente especial. Mi madre no era en absoluto defensora de mis costumbres delincuentes para con los libros. Más de una bronca me cayó por hereje: “Así no se tratan los libros”, “Si necesitas apuntar algo ten siempre una libretita a mano”, “Rayar el libro es faltarle al respeto”, y un largo etcétera que en la escuela mis católicas maestras corroboraron siempre. Así que dejé de hacerlo y, por un tiempo, reprimí mis quehaceres malhechores.

Sin embargo, cuando fui grande y empecé a comprarme mis propios libros, volví a las andadas. Lápiz. Siempre lápiz. Como un arma. Páginas dobladas por las esquinas superiores. Siempre superiores. ¿Como una víctima?

Ahora, después de años de lectora y con la plena intención de dedicarme a la promoción de la lectura por donde quiera que vaya, sigo creyendo que subrayar un libro es regalarme a él, que apuntar en un margen un pensamiento es crearme a mí misma a partir de las palabras, que doblar la página superior (una o cien) de cada libro estoy recordando cuánto me ha aportado y con qué me quedo del mismo y por dónde es el camino de vuelta si quiero releerlo, recomendarlo, compartirlo, reseñarlo...

Por eso me llaman la atención siempre los libros viejos, los libros rayados, escritos, doblados, dedicados en su portadilla; los que han pasado por quiénsabecuántas manos antes que por las mías. Creo que un libro nuevo es un libro vacío, insulso, plano. Necesitan de nuestros sentidos para tener sentido.

Eso sí, los álbumes ilustrados son para mí una excepción. La gran excepción. Los disfruto y los cuento con los lápices lejos y las hojas bien derechitas. Como diría mi madre, “los trato bien”.

¿Y tú? ¿Cómo “tratas” a los libros?

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