sábado, 30 de junio de 2018

No se vuelve de la escuela

De la Escuela de Verano de AEDA de este año es difícil volver.
Es difícil decir adiós a tantas voces amigas, a los brazos, las voces y los ojos que acompañan, protegen y muestran. Ha sido una fiesta y la resaca permanece.

Comenzó con la Jornada destinada al álbum ilustrado que arrancó conociendo a Cecilia Silva-Díaz y continuó con la participación brutal de dos compañeras de oficio a las que admiro aún más si cabe: Alicia Bululú y Mon Más. Finalizó con la conferencia del querido Nono Granero y hubo un par de descubrimientos más por el camino. Llevar a cabo el taller Contar para bebés fue sencillo, fue agradable, fue bello, fue compartir entre compañeros/as.


Y luego arrancó la escuela y hemos disfrutado cuatro mañanas intensas con Celso Fernández Sanmartín y los compañeros y compañeras del curso, y esto que me ha llenado tanto que me voy desbordando por las calles.


De un curso de 20 horas como el de este año no se vuelve, se queda una prendida, a saber si para siempre.
Aprendí qué es el aire del lobo, la perseverancia de la nieve atravesando el suelo, que hablar del tiempo es poner la base para la empanada, que nadie nos va a contar quién nos quiere salvo nosotros mismos, que los cuentos tratan lo mismo de lo que trata la vida, que las campanas hablan, que no es lo mismo contar teniendo alguien a quien agradecerle, que no hay ningún marinero que cuente mal, que entre AQUÍ y ALLÍ están todas las historias que luego puedes contar, que hay silencios sólidos, que historias de vida es lo que tenemos, que somos las personas de las que hablamos. Que para contar no hay más que vivir. Que nunca hay que dejar la verdad por debajo, que lo superfluo es el estilo. Que la abuela de Israel le quiso como supo y Álvaro, cuando se hizo mayor y volvió a escuchar a la suya, la escuchó distinto. Que un señor se murió con la pena de que no le creyeran algo que le pasó. Que a las Arceas les comen el cerebro, que estimemos lo que hagamos y hagamos lo que estimemos. Y me llevo a Antoni Benaiges, que lo fusilaron antes de que pudiera llevar a sus alumnos a ver el mar por primera vez. Y a las viejitas y viejitos de la residencia, con sus zapatillas de levantar rellenas de bolas de navidad encendidas, y a los libros de poesía y a la pandereta.


Me llevo los sobres escritos por Celso, las notas en sus manos, sus dedos, su brazo, las cartas, las postales, su sensibilidad y vehemencia, el modo en que conmueve, su forma sherezadiana de decir que nos lo cuenta mañana. Todo.

Me llevo la generosidad de mis compañeros/as. A Sandra, que me contó sobre la niña que fue gaita después de morir, a Iñaki, que cavó la tumba de sus abuelos. A Nicole, que nos habló sobre sonreír a la muerte, a Elena, que se salvó, a Caxoto, que sí que lo recuerdan, a Estibi y las papas con salsa de berenjenas, a Néstor y Tania, a Alberto y la Alisa, que al menos eso quedaba. A todas y todos los que me falta nombrar. Gracias por la emoción compartida, por sabernos distintos a partir de ahora y unidos por otros hilos.


Un gustazo de experiencias compartidas, de fiesta, de retos, de ratos de almuerzos y paseos, de risas y complicidad. Hoy regreso a casa, pero todos ustedes se vienen conmigo. Al sol, a tender los huesos calados.

Gracias, equipazo de escuela (Pep, Raquel, Alberto, Elia, Mario), por tan fantástico curro y organización.

Hasta el próximo año. O no. O sí. O también.

PD: gracias, Néstor.




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